Recientemente tuve el placer de recibir como obsequio un libro maravilloso denominado El templo de las mujeres, de la escritora argentina Vlady Kociancich. Causó gran impacto en mí, puesto que develaba la personalidad y belleza de una mujer excepcional ─necesitamos más novelas cuyas protagonistas transgredan los estereotipos─: Mistral. Dibujante de revistas para mujeres sofisticadas, viajera incansable, Mistral posee un don que, al principio, se devela como artístico: el don de dibujar espléndidamente. Es así que, después de sufrir la muerte de su madre y el abandono de su padre durante la infancia, es criada por su abuela, quien le enseñará a ser fuerte e independiente. La relación de Mistral con el género masculino es inestable; la autora entreteje la trama en torno a varios pretendientes de Mistral, quien lleva una vida libre de ataduras. Ya con treinta años, la protagonista de esta historia vive entre Argentina y Europa, donde realiza sus comisiones de trabajo. A pesar de vivir holgadamente, de disfrutar de una autonomía singular, de vivir de su talento, Mistral sufrirá al desgarrar el velo que cubre a los hombres que pretenden entrar en su vida para apropiarse de ella, y luchará con todas sus fuerzas para conservar su imperio de libertad.
Su don, su verdadero don, es, precisamente, «el don de irse», de no pertenecer a ninguna parte, de no tener raíces, de volar como una cometa por el cielo sin preocupaciones, sin molestias, sin hombres que perturben su vida de artista. Es aquí donde me detengo para preguntarme: ¿por qué no somos un poco como Mistral?, ¿por qué se pretende vivir atada a un esposo, a unos hijos, a un país en particular? Preguntas incómodas, seguramente, pero que llevan en sí una gran carga filosófica: no todas tienen el don. Y justamente, habrá quienes critiquen mis palabras, puesto que la maternidad y el amor son símbolos de felicidad en nuestra sociedad. Si yo pudiera testimoniar acerca de una mujer casada que sea feliz, lo haría sin ambages. Pero todo lo que observo es opresión, conformismo, mediocridad, pobreza, ignorancia, miedo, apego. Y seguramente, si las mujeres en su glorioso templo interior reflexionaran y caerían en la cuenta de que el destino de la especie humana está en sus manos, se tomarían en serio a Mistral, y verían que tienen el poder de transformar el mundo. Es preciso reinventar la maternidad.
Casi todas tenemos el don de dar vida, pero éste se ha degradado tanto, que cada vez las nuevas generaciones se niegan a incluir en su plan de vida el tener hijos. En tanto las reglas del juego no cambien, las madres tengan a su cargo los asuntos domésticos y la crianza de los hijos en su totalidad, y tengan que renunciar a su vida profesional, esta tendencia seguirá creciendo.
Ahora, mientras escribo estas palabras, alguien protesta, alguien tiembla, es el típico macho que vislumbra su futuro: tendrá que reeducarse y desaprender. Pero, ¿no es acaso un viaje fascinante? Ahora, todos los hombres tienen el don de irse, y pronto tendrán que cultivar otro don: crearse desde cero.
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Artículo originalmente publicado en el blog de Catarsis Cultural.
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marzo 14, 2019
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